Mis primeras sesiones de Aikido

Mi primera sesión de Aikido fue mal. La ropa, un chándal que me apretaba los tobillos y me hacía daño al moverme. A mitad del calentamiento, luego de varios ejercicios de volteretas y mover el cuello, mis cervicales dijeron basta; me estaba mareando y decidí abandonar. Mi vida de oficinista sedentario y que fuese una tarde extremadamente calurosa también tuvieron su papel, imagino.
Al día siguiente por la mañana, aunque no me tocaba, tomé la iniciativa de volver. Había decidido que me interesada practicar Aikido y sentí que si iba a convivir con esos compañeros y maestros durante los siguientes meses, necesitaba mejorar mi actuación del día anterior cuanto antes. Para mi humillación, la segunda sesión no fue mucho mejor: en el mismo ejercicio, de nuevo sentí que no estaba bien y decidí ausentarme, por prudencia. Estuve casi 5 minutos tumbado con las piernas en alto. Cuando consideré que estaba recuperado, reingresé al tatami. Con las prisas no me había puesto las sandalias para caminar por fuera; por supuesto, tampoco había pedido permiso al entrar y salir.
En las siguientes ocasiones los errores empezaron a ser técnicos -cómo sentarse y levantarse, posición del cuerpo, cómo caer, etc- lo que sin duda era una mejora.
Fue un comienzo un poco vergonzoso. Pero cuando pase el tiempo y pueda considerarme Aikidoka regular, podré compararme con estas primeras veces. Si he mejorado, habré dado un paso en la dirección a la que nos empuja el Aikido a cada uno de nosotros.


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